Tuvo desde muy chiquito una inclinación natural por vivir que espantó a sus padres y desconcertó a las autoridades escolares. Aprendía con hambre de náufrago y obtuvo siempre las mejores calificaciones, aunque compadreaba con lo peor de cada clase, aprendiendo también en la escuela de la vida. “Ya no sabemos qué hacer con él. Participa en todas las bataholas y si en alguna falta es porque lidera otra mayor o está conspirando en algún dislate mayúsculo. A este chico parece que se le esté acabando siempre el tiempo.” –le dijo un día el maestro a su madre, que en su sencillez no supo dilucidar entre tanta palabra culta si aquello era digno de elogio o de castigo. Para no equivocarse le cayó al chamaco a los cogotazos y luego a los besos, lo sacó de la escuela y lo metió de monaguillo confiándole su educación y su cuidado al viejo párroco del pueblo.
Amador se tomó aquel nuevo mundo de misterios impuestos e hipocresías innombrables con el mismo buen humor con el que estudiara en su momento las tablas de multiplicar, y devoró las Escrituras con la misma pasión con la que leía en secreto a Copérnico o a Poe. El padre Anselmo intentó durante años meterle en vereda y sacarle a bastonazos aquellas insultantes ganas de vivir. Soportó estoicamente a aquel imberbe indomable que le derrotaba sin proponérselo en debates teológicos que hacían que se tambaleara su propia fe, hasta que un miércoles de ceniza se le descolgó con una blasfemia que hizo al cura recular boqueando al sentir como nunca el aliento del diablo en la cara:
-Dios no está en las iglesias, Padre. Dios está en la vida. Me lo imagino más en las tabernas que entre tanto muñeco de cera.
Después de aquello, Amador no volvió a pisar una iglesia. Lo apadrinó el Licenciado Villuelas, boticario, veterinario y comunista a partes iguales, con quien aprendió los rudimentos de la sanación y estudió en profundidad las obras completas de Carlos Marx y Federico Engels. Acompañando al doctor, conoció las mejores haciendas y las más humildes periferias, y con el tiempo los vecinos empezaron a reclamar sus consejos igual para el parto difícil de una vaca que para mediar en el reparto justo de una herencia. Abrió una escuelita donde enseñaba a leer y escribir a los muchachos descarriados mientras plantaba en ellos la semilla de la inquietud por la vida. Estuvo preso cuando la huelga de los mineros y lideró la reconstrucción del pueblo cuando llegaron las grandes inundaciones. Cantó con su guitarra en todas las bodas y supo dar consuelo en los funerales. Jugaba al dominó con el sargento Meléndez pero no se calló nunca su opinión: “después de los curas, son ustedes el peor invento del ser humano. Sin ejércitos no habría guerras. Es así de sencillo, mi estimado amigo”. Se le conocieron mil amores de parranda y sólo una compañera. Nunca se sintió solo ni demasiado acompañado y la única enfermedad que nunca llegó a comprender fue el aburrimiento.
-La vida es un regalo al que no hay que buscarle sentidos ni razones. A la vida hay que agradecerle todo, aceptarle los misterios y hacerle el amor sin preguntar –le decía a quien quisiera escucharle.
En sus momentos más tristes, en los tiempos de sus penas grandes, se le podía encontrar en las tabernas pagando rondas de ron e invitando a todos los parroquianos a brindar con él por la tristeza. “¡Si duele es que estamos vivos!” proclamaba entre trago y trago abrazando igual a putas que a borrachos.
El día en que enterró a su madre se le oyó decir “necesito ver más mundo” y esa misma noche se fue con una muda limpia y dos panes bajo el brazo, dejando al pueblo algo así como huérfano. Sin él las estaciones pasaron como de puntillas y hasta las putas parecían más tristes. Tardó doce años en volver, y volvió más fuerte, como más joven y tranquilo, como si el tiempo hubiera caminado hacia atrás en su viaje. Traía los brazos garabateados de tatuajes y de la mano a una gitana de ojos grandes que leía las mentes y adivinaba los afanes ocultos. Ella fue su compañera inseparable hasta que una noche sin luna, siguiendo el rumbo de los anhelos de zíngara que los vientos del norte movían en sus ámbitos más íntimos, dejó la aldea para siempre por el camino que daba a los bosques.
Al día siguiente, Amador miró el pueblo y lo encontró sumido en una sorda rutina que lo cubría todo como una pátina milenaria. Reunió a los hombres a los que enseñara a leer siendo aún unos mocosos pendencieros de flequillo despeinado, les riñó por su falta de ánimo, y juntos pintaron de blanco todas las fachadas y plantaron árboles en las avenidas, dándole al pueblo otra vez aquel impulso vital que Amador llevó siempre consigo allá donde sus pasos le guiaron.
Una tarde de agosto alguien le preguntó “Y qué… ¿cómo es el mundo?”. “Inabarcable” –contestó –“está lleno de instantes”.
Cuenta el cuento que al final, cuando la muerte vino a tocarle el pecho con el dedo corazón, que es como la muerte te saca la vida, él la agarró por la cintura y le hizo el amor en su cama. Dicen que así, antes de morir, Amador plantó en el vientre de la muerte la semilla de la vida.