martes, 26 de abril de 2011

Cuentos de Amador.





















     Tuvo desde muy chiquito una inclinación natural por vivir que espantó a sus padres y desconcertó a las autoridades escolares. Aprendía con hambre de náufrago y obtuvo siempre las mejores calificaciones, aunque compadreaba con lo peor de cada clase, aprendiendo también en la escuela de la vida. “Ya no sabemos qué hacer con él. Participa en todas las bataholas y si en alguna falta es porque lidera otra mayor o está conspirando en algún dislate mayúsculo. A este chico parece que se le esté acabando siempre el tiempo.” –le dijo un día el maestro a su madre, que en su sencillez no supo dilucidar entre tanta palabra culta si aquello era digno de elogio o de castigo. Para no equivocarse le cayó al chamaco a los cogotazos y luego a los besos, lo sacó de la escuela y lo metió de monaguillo confiándole su educación y su cuidado al viejo párroco del pueblo.

     Amador se tomó aquel nuevo mundo de misterios impuestos e hipocresías innombrables con el mismo buen humor con el que estudiara en su momento las tablas de multiplicar, y devoró las Escrituras con la misma pasión con la que leía en secreto a Copérnico o a Poe. El padre Anselmo intentó durante años meterle en vereda y sacarle a bastonazos aquellas insultantes ganas de vivir. Soportó estoicamente a aquel imberbe indomable que le derrotaba sin proponérselo en debates teológicos que hacían que se tambaleara su propia fe, hasta que un miércoles de ceniza se le descolgó con una blasfemia que hizo al cura recular boqueando al sentir como nunca el aliento del diablo en la cara:

-Dios no está en las iglesias, Padre. Dios está en la vida. Me lo imagino más en las tabernas que entre tanto muñeco de cera.

     Después de aquello, Amador no volvió a pisar una iglesia. Lo apadrinó el Licenciado Villuelas, boticario, veterinario y comunista a partes iguales, con quien aprendió los rudimentos de la sanación y estudió en profundidad las obras completas de Carlos Marx y Federico Engels. Acompañando al doctor, conoció las mejores haciendas y las más humildes periferias, y con el tiempo los vecinos empezaron a reclamar sus consejos igual para el parto difícil de una vaca que para mediar en el reparto justo de una herencia. Abrió una escuelita donde enseñaba a leer y escribir a los muchachos descarriados mientras plantaba en ellos la semilla de la inquietud por la vida. Estuvo preso cuando la huelga de los mineros y lideró la reconstrucción del pueblo cuando llegaron las grandes inundaciones. Cantó con su guitarra en todas las bodas y supo dar consuelo en los funerales. Jugaba al dominó con el sargento Meléndez pero no se calló nunca su opinión: “después de los curas, son ustedes el peor invento del ser humano. Sin ejércitos no habría guerras. Es así de sencillo, mi estimado amigo”. Se le conocieron mil amores de parranda y sólo una compañera. Nunca se sintió solo ni demasiado acompañado y la única enfermedad que nunca llegó a comprender fue el aburrimiento.

-La vida es un regalo al que no hay que buscarle sentidos ni razones. A la vida hay que agradecerle todo, aceptarle los misterios y hacerle el amor sin preguntar –le decía a quien quisiera escucharle.

     En sus momentos más tristes, en los tiempos de sus penas grandes, se le podía encontrar en las tabernas pagando rondas de ron e invitando a todos los parroquianos a brindar con él por la tristeza. “¡Si duele es que estamos vivos!” proclamaba entre trago y trago abrazando igual a putas que a borrachos.

     El día en que enterró a su madre se le oyó decir “necesito ver más mundo” y esa misma noche se fue con una muda limpia y dos panes bajo el brazo, dejando al pueblo algo así como huérfano. Sin él las estaciones pasaron como de puntillas y hasta las putas parecían más tristes. Tardó doce años en volver, y volvió más fuerte, como más joven y tranquilo, como si el tiempo hubiera caminado hacia atrás en su viaje. Traía los brazos garabateados de tatuajes y de la mano a una gitana de ojos grandes que leía las mentes y adivinaba los afanes ocultos. Ella fue su compañera inseparable hasta que una noche sin luna, siguiendo el rumbo de los anhelos de zíngara que los vientos del norte movían en sus ámbitos más íntimos, dejó la aldea para siempre por el camino que daba a los bosques.

     Al día siguiente, Amador miró el pueblo y lo encontró sumido en una sorda rutina que lo cubría todo como una pátina milenaria. Reunió a los hombres a los que enseñara a leer siendo aún unos mocosos pendencieros de flequillo despeinado, les riñó por su falta de ánimo, y juntos pintaron de blanco todas las fachadas y plantaron árboles en las avenidas, dándole al pueblo otra vez aquel impulso vital que Amador llevó siempre consigo allá donde sus pasos le guiaron.

     Una tarde de agosto alguien le preguntó “Y qué… ¿cómo es el mundo?”. “Inabarcable” –contestó –“está lleno de instantes”.

     Cuenta el cuento que al final, cuando la muerte vino a tocarle el pecho con el dedo corazón, que es como la muerte te saca la vida, él la agarró por la cintura y le hizo el amor en su cama. Dicen que así, antes de morir, Amador plantó en el vientre de la muerte la semilla de la vida. 

viernes, 22 de abril de 2011

Inusual.




















     Había algo melancólico flotando en la tarde. Llovía de medio lado. El viento despeinaba los árboles que mecían sus ramas con desgana como diciendo hola o adiós, mientras la bruma dibujaba en el aire signos de interrogación. Sin embargo, ella sonreía. Cruzó su jardín con pasitos cortos, inseguros, hasta llegar al buzón. No hubo sorpresas. Al abrirlo encontró un sobre negro, sin sellos, remitente o dirección alguna. Sólo su nombre escrito en letras blancas,… como cada miércoles. 
 

     Recogió el sobre con mimo protegiéndolo de la lluvia y dejó en el buzón otro igualmente sin sellar y cuyo único distintivo era un asterisco pintado a mano, como despeinado también por el viento. Como cada miércoles.

     El ritual se cumplía desde hacía décadas. Ninguno de los dos recordaba ya cómo empezó aquel amor tan insólito, aquel cartearse sin conocerse, aquel quererse por intuición. Se desconocían del todo y se sabían de memoria. Les separaban dos océanos y un cambio de hora y se amaban de esa forma tan suya… tan inusual. A veces, en sus cartas, discutían sobre quién encontró a quién, quién escribió primero o cómo fue que empezó todo. Se contaban sus risas, sus vidas y sus amores, esperando la oportunidad de conocerse al fin de una forma más patente, más convencional, si se quiere… más real. Se prometieron besarse algún día y sellaron el pacto de ser felices mientras tanto.

-Este cartearse de ustedes le da sentido a mis miércoles. Ya nadie escribe cartas. Si acaso facturas de la luz y apenas algún aviso preñado de malos agüeros –le decía Pablo cada semana y desparecía en su moto de cartero dejando siempre en el aire un poema o una canción.

     Cumpliendo aquel pacto de amor, tuvo una vida plena y feliz, tres maridos, siete hijos y un gato. Se negó siempre a abandonar aquella su casita con jardín, con la secreta intención de estar siempre dispuesta para recibir, llegado el momento, la visita inconfesable que nunca dejó de esperar.

     A base de años, vida y aconteceres, se le fue desbaratando la percepción normal de las cosas. Organizaba tardes de café, dominó y licor con invitados improbables, sentando alrededor de la misma mesa camilla a personajes históricos o inventados, familiares muertos hacía años y otros aún por nacer, junto con espectros forasteros que se sumaban a la velada siempre a última hora. Encontraba sus calcetines bien dobladitos en la nevera, la comida del gato en su taza de té y se sorprendía de pronto paradita a los pies de la cama sin saber si acababa de levantarse o es que se iba a acostar. Y entonces, se asustó.

     Le dio miedo no reconocer a su amor inusual el día que por fin apareciera y, en un momento de lucidez, se colgó del cuello un cartelito a modo de recordatorio que reposó para siempre en su pecho y decía así:

“Besar al señor del sombrero que aparecerá un día en el jardín con un asterisco prendido en la solapa”.

     Aquella tarde de lluvia despeinada, se dispuso a disfrutar de la carta de su amante anónimo como hiciera la primera vez, sentada junto a la chimenea con su gato en el regazo, como cada miércoles. Fuera, el viento y la bruma dibujaban un asterisco en el aire mientras unos pasos inciertos se acercaban a su jardín tras recorrer incansables dos océanos y un cambio de hora. 

domingo, 17 de abril de 2011

Haikum V.




martes, 12 de abril de 2011

Las muchas muertes de Kum* el payaso.















 Aquella tarde lluviosa campaba en la habitación un tumulto contenido de suspiros, ruido de sillas y abrazos. Todos sus seres queridos se habían reunido alrededor de su cama. Un suave movimiento de su mano instaló en el aire unos puntos suspensivos…

—Hay algo que quiero deciros… antes de irme —dijo entonces y detuvo con un gesto las protestas de alguno de los presentes—. He tenido una buena vida. Casi diría una vida plena… es decir, dentro de los márgenes de plenitud que permite la ignorancia. Ahora os pido un solo favor: No hagáis de mi muerte una tragedia. Haced que sea, en todo caso, un momento para el recuerdo, la ternura,… para el homenaje si queréis, para el amor o el agradecimiento. No deis cabida a penas o desgarros fuera de lugar o exagerados. Pero sobre todo… no permitáis que mi muerte se haga más presente en vosotros de lo que lo hizo mi vida. No prolonguéis su presencia más allá de lo estrictamente necesario. Si me habéis de recordar, recordadme vivo, no muerto. Os amo, lo sabéis… y ahora, me voy en paz. Adiós.

    Se despidió de todas y cada uno con un beso y poco a poco se fue quedando solo. Entonces, sin prisas, como cumpliendo un ritual, se levantó de la cama y se vistió despacio. Se acicaló por encima y se colocó el sombrero y la nariz de payaso. Sacó una maleta del armario, abrió la puerta y, con la mano aún en el pomo, se giró un poquito, sonriendo de medio lado, y le dijo a la habitación vacía:

—Vuelvo en seguida.

     Y se fue.

     Se dice que le han visto en Tailandia meditando en una playa perfecta, en las selvas bolivianas platicando no se sabe bien qué cosas con un colibrí y danzando entre las rocas en los montes de Gredos. Hay quien jura haberlo escuchado cantar antiguos temas de los Stones en un tugurio chiquito de Katmandú. Se le conocen seis muertes en México, tres en la India, una en Perú y otra en Indochina. Alguien con su nombre amaestró palomas en un pueblito perdido allá en la Argentina hasta que murió de viejo.

     Cuentan también que no acudió jamás a ninguno de sus entierros, alegando siempre algún inoportuno problema de salud. Hay quien dice que aún sigue paseando.

jueves, 7 de abril de 2011

Tic...
















     La encontró confusa entre el tumulto, abrazada a sí misma con cierta cara de espanto, pavorida. Se acercó despacio a ella…

-Hola, Puck.

-Kum*!!!... ¿Qué haces tú aquí? ¿Qué está pasando? ¿Por qué gritan todos?

-¿Aún no te has dado cuenta?... al final lo has conseguido, has parado el tiempo.

-¿Qué? ¿Yo? Pero, ¿cómo?,… yo no…

-Verás… poco a poco fuiste creando la posibilidad. Lo fuiste haciendo posible con tus cuentos, tus ideas, con tu imaginación y tu fantasía. La posibilidad fue haciéndose cada vez más verosímil. Ahora, lo has hecho. Le pusiste un palito en los dientes a la ruedita del Reloj del Tiempo. Se ha detenido.

-No puedo creerlo…

-Mira a tu alrededor, Puck.

-Pero Kum*, cómo sabes tú todo eso…

-Ellos me llamaron. Hay que arreglar esto… y no pueden intervenir.

-¿Ellos?

-Los Hacedores del Tiempo. Generan el sustrato, la esencia, la textura del tiempo. Su latido. Hacen el tiempo.

-¿Ellos… son Dios?

-No. Ellos se dedican exclusivamente a la cosa temporal. Dios es otra cosa. Dios es, simplemente, una elección. Pero eso te lo cuento en otro relato, ¿sí?, tenemos un trabajo que hacer.

-Pero, espera… ¿Qué le pasa a la gente? ¿Por qué gritan?

-Están asustados, Puck. No entienden qué pasa. Ya te lo dije. Al pararse el tiempo sólo el tiempo se para. Lo demás sigue igual. Siguen pasando las cosas, pero pasan todas a la vez, y eso no hay estómago que lo soporte ni mente que lo digiera. Verás… si van a hacer algo, ya lo han hecho antes de empezar… o mientras lo hacen. Si dicen algo, terminan de decirlo en el mismo instante en que empiezan, es decir, mientras lo están diciendo. Si van a algún sitio ya están allí y han vuelto. Todo a la vez. No hay principios ni finales, o sí, pero son simultáneos. No hay instantes… o hay únicamente un instante. Siempre el mismo, siempre igual. Lo contiene todo. Todo a la vez. Eso les pasa. No se puede entender una simultaneidad tan absoluta.

-Y… ¿qué hacemos?

-Yo no puedo hacer nada. Tú paraste el tiempo. Sólo tú puedes echarlo a andar.

-Pero… ¿cómo?

-Sólo deseándolo, Puck, igual que lo detuviste.

-No puedo, no sé cómo hacerlo. Ahora no.

-¿Ahora? ¡Jajajajajaja…! Ya sólo va a haber este “ahora” hasta que arreglemos esto.

-No puedo, Kum*. Tengo miedo.

-Tranquila, relájate. Respira.

-No puedo.

-Ven, abrázame. Así… tranquila, respira…


     Mientras, y cuando digo mientras quiero decir también, ocurrieron muchas cosas. Todas las cosas. Todas a la vez:

     Aprovechando que no había tiempo, Bicefa les concedió unas vacaciones indefinidas a Pena y a Alegría, que dieron tres vueltas al mundo. Una en globo, otra en bicicleta y otra a pie. Conocieron a fondo la naturaleza del ser humano y llegaron a tres conclusiones infinitamente sabias y acertadas. Nunca se las dijeron a nadie. Su viaje duró, exactamente, cero segundos.

     Torcuato ni siquiera se dio cuenta del parón temporal. Le pilló como a Dios, creando. Un microrrelato. Lo terminó cuando lo empezaba.

     Anita Dinamita, incansable y en pijama, aprovechó la ocasión para adelantar trabajo. Arregló el mundo de seis formas diferentes y quedó todo exactamente como al principio. O viceversa. Ana no se inmutó, llevaba un final cañón escondido en la manga…

     A Su se le fue la pinza y tuvo una serie de dulces sueños que enseñaron al mundo el verdadero significado de la palabra “coraje”.

     Malena aprovechó para sacarse los calcetines y, al fin descalza, perder un rato el tiempo. Luego, sin más, dijo algo sublime. Nadie la escuchó, estaban gritando.

     Maite encendió tres velas y dijo “Todas las palabras. ¡Todas!”. Tampoco la escuchó nadie.

     María Coca creó un universo de mares habitado sólo por amantes y palabras.

     Belén cerró sus ojos grandes y escribió un nanorelato de cero palabras. Consiguió, sin decir nada, contarlo todo. Mientras (y cuando digo mientras quiero decir también…) Zoë hizo añicos un piano armada sólo de su violín.

     Lila, cabalgando en las curvas de una palabra, fue directa a la entrepierna.

     Pedro achinó los ojos, dijo “¡Ahora!”, y siguió meditando.

     Patricia fue Dragón y asoló dos ciudades. También fue la flor que alguien regaló a una niña.

     Ángeles encontró la ocasión para escribir su novela. Una novela soberbia, sublime, ferpecta. Con una sonrisa en la boca y un amigo en el recuerdo, la quemó. Jamás volvió a tener jaquecas.

     PazzaP llegó diciendo "adiós". Se fue diciendo "hola". Era un espejo.

     Agus se asomó y dijo “¡joder, esto parece Winnappu en carnavales!”. Su vaca se tiró un pedo y él siguió tranquilamente mirándole el culo a la Luna.

     Dany, subido a su muro de matar asesinos, empezó a robar ladrones.

     Pablo Gonz se sentó a observar y a tomar notas. Después (y cuando digo después quiero decir también) dijo “¡Excelente!”.

     Laura terminó un cojín en forma de reloj con tetas, hizo un millón de fotos y, sin palabras, las colgó todas en su blog.

     Pablo se puso a componer deliciosas arepas mientras embuzonaba canciones y cantaba cartas de amor y alguna que otra factura de la luz.

     Su olvidó mirar atrás, pero nadie la echó al olvido.

     Chula sonrió iluminando una estancia y, de un bocado, se comió las palabras “amor” y “odio”. Las digirió juntas y a la vez.

     Juanita le rezó a su Dios.

     Mon soltó una lagrimita de alegría.

     Oma, contundente, dio su opinión al respecto donde nadie pudiera oírla.

     Miriam no estaba ni dejó recado.

     Puck, por fin... respiró tranquila.


     Pasaron muchas más cosas. Todas las cosas. Todas a la vez. Luego, y cuando digo luego quiero decir también…, luego digo, el abrazó terminó, el tiempo echó a andar de nuevo y todo fue como siempre,… como ahora.

…Tac!


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Si has llegado hasta aquí es que me tienes paciencia... o mucho cariño. Esto no es una entrada, ni un cuento. Es un homenaje. A todastodos vosotras. Estoy de celebración, con el corazón contento. A todastodos los que os pasáis por aquí, comentéis o no, a todastodos... gracias. Se os quiere. 

lunes, 4 de abril de 2011

Vanidad.
















     Por fin terminó su novela. Los años de trabajo incansable; los meses de sequía, borrones y nuevas cuentas; una eternidad de silencios en blanco y miedos a no acabar nunca... Todos aquellos instantes de soledades al cambio, construyeron al fin un final perfecto.
 
     La releyó despacio. Saboreándola. Buscando fallos, incorrecciones, desajustes,... paja. Nada. Era una novela impecable.

     Se sintió orgulloso.

     Descorchó una botella de vino, encendió la chimenea y mientras bebía, contempló absorto como ardía el manuscrito.
 
     "Ahora es perfecta" –se dijo, sabiendo a la novela libre ya de su vanidad.

     Era un escritor humilde.

domingo, 3 de abril de 2011

Todavía aún...














     Le quitó, una a una, las manecillas a su reloj de pared y observó aquella esfera de números, huérfana ya de cualquier sentido o razón de ser, hasta que una certeza vino a posarse en él:

"No hay tiempo. Sólo aconteceres…"

     Así, desterró de su verbo y de sus planes los antes y los luegos y se instaló en un eterno mientras cotidiano que cambiaba de forma con cada evento, con cada nuevo asunto, hecho, suceso o situación.

     Nadie notó el cambio. Sólo él se sabía más pleno, más sereno,… algo así como feliz.

     Alguien en la calle le preguntó “¿Tiene hora, por favor?”

-No, ya no –respondió él.

-Pero… ¿sabe qué hora es?

-Es… Ahora –contestó, y se alejó encogiéndose un poco de hombros para esconder la risa.



Para Su, que me propuso un juego... y jugamos.