miércoles, 28 de diciembre de 2011

Coma.













Una tenue calma se respiraba en la sala; amplia, siempre limpia y aireada, a media luz. La música y el incienso suavizaban el ambiente protegiéndolo de energías extrañas. Era un buen lugar para estar en coma. 

       Como cada día, a la hora habitual, el Dr. Perkins comenzó su ronda vespertina seguido del séquito de pupilos que revoloteaban a su alrededor tomando notas en respetuoso silencio. En la sección de recién llegados se dispuso a seguir el peculiar protocolo de diagnosis que levantara tanto revuelo y le hiciera tan popular en su momento: se acerca con suavidad al paciente y durante unos instantes olisquea su coronilla reconociendo su estado mental. Después, apoyando apenas sus manos sobre el corazón, comprueba el estado de las emociones. En las rodillas explora los miedos y posando sus manos en la planta de los pies determina el apego que el paciente le tiene aún a la vida. Siempre se refiere a ellos por el nombre de pila y durante todo el proceso se abstrae profundamente, respirando lento, con los ojos suavemente cerrados.

       Tras revisar al primer paciente, como saliendo de un trance, comentó a media voz:

       —Bien, tenemos aquí un típico caso de coma convencional. Lorenzo se ha tomado un descanso de la vida, una suerte de paréntesis. Eso es todo. Animen a sus visitas a que le hablen amorosamente. El paciente oye, entiende, siente y es muy probable que al despertar lo recuerde todo. Volverá cuando esté listo. 

       Se despidió de Lorenzo acariciando su frente con ternura y se acercó a la cama contigua. Esta vez se tomó más tiempo antes de hablar y repitió la diagnosis yendo varias veces de la coronilla a las rodillas y a la planta de los pies.

       —Interesante… —dijo bajando el tono, como hablándose a sí mismo—. El caso de Lucía no es un coma propiamente dicho. Es un punto y seguido. Aquí no hay descanso, hay angustia. Por algún motivo todo se ha detenido bruscamente. Sus asuntos están aún sin resolver. Palpen sus rodillas. La paciente tiene miedo, siente vértigo,... algo así como unos puntos suspensivos sin nada detrás. Requiere nuestra máxima atención. Supervisaré personalmente las visitas y su evolución. Que alguien tome su mano en todo momento. Hay que calmar esa tormenta interior. 

       Se demoró todavía un rato con las manos sobre el abdomen de la mujer antes de dirigirse al último recién llegado. No tardó en dar su diagnóstico.

       —Manuel está en paz —dijo con su mano sobre el hombro del paciente—. Es un punto y final. Ha resuelto ya todos sus asuntos terrenales. Permanecerá en este estado hasta que decida dar el último salto. No va a volver. Si tocan sus pies verán que está ya muy lejos de aquí… en algún lugar acogedor, diría yo. Buen viaje, amigo —susurró cabeceando con una sonrisa en los labios.

       Despidió a sus estudiantes dando las últimas instrucciones y se acercó después a la cama de Lucía. Tomó dulcemente su mano, cerró los ojos y frunció levemente el ceño. Hoy pasaría la noche con ella.



A Manuel (1972—2010).  Buen viaje...

martes, 6 de diciembre de 2011

Desvelos.


















Despertó en mitad de la noche alarmado por el eco de un silencio. Luego, afinando un poco el oído, percibió el tum-tum de un corazón ajeno, distante y prójimo, forastero, inusual. Trató de verse las manos, los ojos, luego la espalda. Fracasó.

       Sintió su ser diferente y cierto sabor a hiel. Se enderezó en el lecho.

       —Ayer yo era un árbol —dijo como para sí, moviendo un poco las piernas, y al desconocer su voz se asustó tranquilamente.

       Se levantó de un brinco, despacio, y rozando con sus alas las paredes húmedas, pisando insectos, no encontró ventana alguna pero se asomó a mirar.

       —Ah, eso era todo —susurró entonces como más calmado—, están lloviendo hombres con paraguas.

       Luego volvió a despertarse… o a dormirse, que casi siempre es igual.