No tuvo nunca un nombre. Es decir, los tuvo todos. Todos los que
quiso tener o sintió alguna vez como suyos.
A los cinco meses de embarazo, tal y cómo
era costumbre en la aldea por aquellos entonces, su madre fue a buscar a la China para que le adivinara
el sexo, el nombre y los aconteceres a la criatura que estaba por llegar.
Después de espantar gatos, cuervos y malos augurios a base de velas, inciensos
y palmadas de gallina ciega, la
China aclaró el aura de la madre con limpias de huevo y
humos, besó la frente de la mujer y le posó luego sus manos de paloma vieja sobre
el vientre, hinchado ya como la panza de un obispo.
—Es una niña, tardará mucho en venir y no
tendrá nombre que valga. Se llamará como quiera y cada día querrá llamarse
diferente. Ella inventará su historia y escribirá su propio destino, con su
prólogo y su epílogo. No te puedo decir más.
El embarazo se alargó por más de un año
sin que la niña diera señales de querer nacer. Mucho tiempo después la China vino a preguntarle el
porqué de aquella pereza, el porqué de aquella espera; ella le contestó con
naturalidad:
—Francamente, China, allí dentro no
encontraba una razón convincente para salir de un lugar tan confortable.