No tuvo nunca un nombre. Es decir, los tuvo todos. Todos los que
quiso tener o sintió alguna vez como suyos.
A los cinco meses de embarazo, tal y cómo
era costumbre en la aldea por aquellos entonces, su madre fue a buscar a la China para que le adivinara
el sexo, el nombre y los aconteceres a la criatura que estaba por llegar.
Después de espantar gatos, cuervos y malos augurios a base de velas, inciensos
y palmadas de gallina ciega, la
China aclaró el aura de la madre con limpias de huevo y
humos, besó la frente de la mujer y le posó luego sus manos de paloma vieja sobre
el vientre, hinchado ya como la panza de un obispo.
—Es una niña, tardará mucho en venir y no
tendrá nombre que valga. Se llamará como quiera y cada día querrá llamarse
diferente. Ella inventará su historia y escribirá su propio destino, con su
prólogo y su epílogo. No te puedo decir más.
El embarazo se alargó por más de un año
sin que la niña diera señales de querer nacer. Mucho tiempo después la China vino a preguntarle el
porqué de aquella pereza, el porqué de aquella espera; ella le contestó con
naturalidad:
—Francamente, China, allí dentro no
encontraba una razón convincente para salir de un lugar tan confortable.
El día que por fin nació, las nubes
dibujaron grandes aes en el cielo mientras llovían asteriscos mecidos por una
brisa como de huracán arrepentido. Cuando la China , que asistió el parto, tuvo a la recién
nacida entre sus brazos, un denso olor a azahar invadió toda la casa.
—La niña se llama Amara —dijo la China entonces—. Al menos
por hoy.
Amara llegó al mundo ya con uso de razón y
tuvo desde muy cría el don de las palabras, que parecían acudir a su boca en ordenadas
filas, contentas y despreocupadas, para que ella las revolviera como naipes de
una baraja. Tenía sólo tres meses cuando habló por primera vez.
—Madre, me llamo Abril —dijo como si nada,
y dejó en la estancia un intenso olor a bosque.
Con el tiempo, su familia y más tarde los
vecinos, aprendieron a relacionar sus olores con sus nombres, y así, los días
que olía a rosas llamaban a la niña Amanda, Águeda si olía a jazmín y Adriana
si olía a mar. Si olía a roca era Ámbar, Ainara si olía a viento, Alma si no
olía a nada y cuando olía a canela se hacía llamar Amaia.
Nadie tuvo que enseñarle a leer o a escribir.
Un día cualquiera, con menos de dos años y llamándose Alba porque olía a
amanecer, agarró pluma y papel y escribió un cuentito corto sobre Virtudes, la
hija menor del alcalde. En aquel cuento la niña se caía a un pozo y moría
ahogada entre sapos, serpientes y tritones. Quince días más tarde, Virtudes murió
atragantada con unas ancas de rana que su madre había preparado empanadas y al
ajillo. Murió sin decir esta rana es mía, con una pregunta en los ojos, sobre
el mantel de ganchillo que tejiera su abuela materna la tarde remota en que el
padre Anselmo llegara por segunda vez al Pueblo. Alba quedó desconcertada sin
saber si la niña Virtudes se había muerto porque ella lo escribió, o si es que ella lo
había escrito porque la niña se iba a morir.
—¿Y por qué escribiste eso tan raro? —le
preguntó la China
mirándola fijo con su ojo amarillento.
—Por que lo vi en mi cabeza, mero acá, justo
detrás de los ojos.
—¡La regamos! —Dijo entonces la vieja
hechicera muerta de la risa— ¡La chamaca tiene el Don! Escribe, mi niña,
escribe, que no se te quede nada dentro que dentro las visiones se pudren y se
te pegan los destinos. No le tengas miedo al Don, que yo te enseñaré a
bailarlo.
Y a base de tiempo y chismes se corrió el
rumor por la aldea y la gente dejó de ir a que la China les adivinara los
futuros y le pedían en vez a la niña que les escribiera un cuento para saber
cómo y cuándo, dónde y por qué, les iba a encontrar la muerte.
Cuando Amanda se hizo mujer empezó a sufrir
de insomnio todas las noches sin luna y se pasaba las horas en vela escribiendo
sus novelas a la luz de siete velas. Era Simón, el joven cartero, el primero en
leerlas siempre y era él quien le advertía: “Te salió Cien años de soledad,
Amarita” o “¡Pero bueno, Adriana! ¡Cómo se te ocurre! ¡Escribiste una del
Maestro Benedetti!”.
—No me riñas, Simón, que ando desenredando
la realidad y esta noche estaba hecha un ovillo —contestaba entonces ella. Y es
que las noches sin luna a Alba le salían siempre libros de escritores sudamericanos
a los que nunca había leído y que vivieron en otro tiempo, muchos años antes o
después. Entonces, encendía una hoguerita y quemaba allí las hojas preñadas de
sus letras prestadas, con una sonrisa de pena o una lagrimita alegre.
En el mismo instante en que Amara estaba
naciendo, el joven Simón había tenido un sueño que le marcaría para siempre. En
aquel sueño, flotando en una nada de ningún color, vio acercarse un payaso con
alas y sombrero, que le susurró al oído:
—Decir “no” es cerrarse a la vida.
Simón abrió los ojos sintiendo un sustito
leve, una euforia efímera y una certeza incierta, que es lo que se siente
cuando a uno le llega una revelación, sea esta de la naturaleza que sea, sin
importar el remitente. Desde entonces buscó siempre la manera de evitar a toda
costa aquel monosílabo con la intención de abrirse en canal al milagro de estar
vivo, y se propuso aceptar con ganas y alegría los avatares, grandes o pequeños,
que le estuvieran reservados. Cada amanecer, mucho antes de que cantara su viejo
gallo afónico, se abría el pecho de la camisa y así, con el corazón a la
intemperie, le gritaba a la brisa de la mañana: “¡Buenos días, nuevo día!”, y al
anochecer, antes de irse a dormir, posaba sus manos a la altura del corazón,
cerraba levemente los ojos escuchando sus latidos y decía bajito: “Gracias…”.
Nunca volvió a decir no hasta el día de su
muerte. Si alguna vez le ofrecían algo que no era de su interés o que no le
apetecía, en vez de negar, levantaba un poco una mano como saludando, decía
gracias quedito y hacía así con la cara, componiendo un gesto fronterizo entre
perdone usted y me tengo que ir.
—¿Tengo carta hoy, Simón? —le preguntaban
a veces.
— Quizás mañana —respondía entonces él
para no decir que no.
Simón, el cartero, fue siempre joven. A
los dieciocho años agarró sin saber cómo unas fiebres forasteras que lo dejaron
en cama seis meses y que casi se lo llevan por los rumbos de la muerte. Fue la China quien le preparó un
remedio que le curó de sus males pero que tuvo el inesperado efecto de dejarle
tal cual, para siempre y un día menos. La vida pasaba por él, pero él ya no
cambiaba. Simón fue ya para todos Simón el joven. Y fue muchos años después,
una tarde sin nubes ni sol, que se murió sin darse cuenta y siguió repartiendo
el correo hasta que alguien le advirtió:
—Oye, Simón, te has puesto viejo.
Simón se miró las manos, se tocó la cara
extrañado y dijo:
—no.
Luego cayó fulminado, muertito y viejo,
con una idea zumbándole en las entendederas. Una idea que le estropearía los
primeros días de su muerte:
—Y ahorita… ¿Quién repartirá el correo?
Ainara se enamoró de Simón como de un
padre el día que, siendo aún una niña, estuvo hurgando en su saca de cartero.
Al descubrir que estaba llena de letras se le quedó mirando como quien
encuentra un alma gemela, se le vino encima y abrazándolo fuerte le susurró al
oído:
—Tú también…
Desde entonces él era el primero que leía
cualquier cosa que escribiera Águeda, con una sola excepción: cuando escribía por
encargo el destino de algún vecino, ese cuento sólo lo leía el destinado.
Luego, allí mismo lo quemaban protegiendo de curiosos el secreto que le robaran
a la muerte.
Alma sintió desde siempre un cariño
especial por el Pulga. Todos los miércoles, oliendo a nada, subía a sus prados
y, con las ovejas como público, le leía cuentos de amor o de aventuras hasta
que llegaba el jueves. Luego el Pulga se sentaba en su piedra de pensar y les
contaba a las ovejas el mismo cuento a su manera y el rebaño entero lloraba o
se emocionaba con las historias que Alma les había subido al monte.
—Nadie llora mis cuentos como ustedes
—solía decirle Alba al pastor.
Aquella noche sin luna que por fin y de
improviso Amanda escribió su novela, Simón se quedó callado, perplejo y feliz.
—Es ferpecta, Amandita, ferpecta —le dijo—.
Y además es tuya… ¡Tuya por fin, por fin salió tu novela!
Alma subió a los prados del Pulga y le leyó
su novela del tirón. El pulga, conmovido, lloró la novela como nunca y aquella
misma noche bajó al pueblo en busca de Amador con una determinación desconocida
en él.
—Enséñame a leer, Amador. Quiero leerle a
las ovejas un libro que me han contado.
Amador, que llevaba años persiguiendo al
Pulga por los montes y los llanos con cuartillas y libretas para enseñarle a
escribir, celebró aquel suceso con unas rondas de ron. En dos meses y tres días
el pastor sabía leer.
Entonces reunió a su rebaño y le leyó emocionado
la novela de Alma, mientras las ovejas le observaban orgullosas y atentas, tal
vez más lo primero que lo segundo, olvidándose por un día de sus quehaceres y
su pastares. Fue aquella misma noche, al acabar la novela, que las ovejas le
anunciaron su muerte.
—Te nos mueres esta noche, Pulga —le
dijeron.
Él, con la satisfacción y la serenidad que
da el deber cumplido y haber vivido una vida plena, se despidió de cada una por
su nombre, se sentó en su piedra de pensar, y no se levantó más.
Adela fue la primera mujer que entró en la
taberna de Bienvenido desde la llegada del padre Anselmo. Se sentaba entre los
hombres como uno más y como uno más bebía o jugaba dominó, oliendo a tabaco y a
ron y llamándose siempre Anónima para que los borrachines no se hicieran bola
con sus nombres cambiantes. “¡Cántanos algo, Anónima!”, le decía siempre
alguien y ella cantaba canciones de su invención; las mismas que en otro
tiempo, muchos años antes o después, cantara Chavela Vargas, ciega de tequila y
ron, en cantinas mexicanas.
Desde aquel miércoles sin luna en que de
improviso y por fin le salió su novela ferpecta, Amara dejó de escribir en
papel y empezó a hacerlo sólo en las hojas que los árboles dejaban caer a su
paso.
—Que los árboles sean mis cómplices y que componga
el viento mis relatos a su albedrío —solía decir mientras Simón se las veía
corriendo tras las hojas que bailaban en el aire al son que la brisa les
marcaba.
Amara murió llamándose África, pero nadie
se dio cuenta. Un profundo olor a selva se apoderó de la aldea y durante más de
un mes se desbarató el orden en el mundo de los libros. Los personajes se
movían confusos por novelas ajenas, las historias acababan por el principio, y
los finales y los aconteceres se trastocaban sin cuento. Así, el coronel
Aureliano Buendía paseaba inquieto por la mansión de los Trueba esperando ver
pasar su funeral mientras Martín Santomé despertaba convertido en un insecto y
Edmon Dantés, Jean Baptiste Grenouille y John Silver el Largo pasaban mil
noches y una noche a bordo del ballenero Pequod surcando las ciénagas de un
olvidado Macondo.
Con su muerte surgió en el pueblo la
polémica de qué nombre poner en la lápida. La familia decía que Amara, porque
fue el nombre primero, los borrachines que Anónima pues no recordaban otro y Amador
que todos los nombres o ninguno. Se convocó la asamblea y no se llegó a un
acuerdo, así que al final la lápida quedó sin nombre… y anónima. Aquella misma
noche, después del entierro, alguien pintó en el mármol una “A” con tiza blanca
que se borró con las primeras lluvias. Así y con el tiempo, la gente que por
allí pasaba pensaba a veces que en esa tumba moría su muertito y le dejaban flores.
Nunca faltaron pues rosas, lirios, nomeolvides o jazmines que adornaran la muerte
de Amara, una muerte floreada, plagada de olores y letras, una muerte larga y
feliz en la que Alba siguió escribiendo y Alma jugaba a las musas inspirando a tantos
vivos como se le antojaba. De pronto despertaban con una comezón en el alma que
sólo se les curaba escribiendo el cuento que habían soñado. El cuento que les
soñara Amanda desde su muerte florida.
Este cuento llegará, anónimo y sin remitente, al son que le marque la brisa, hasta Ángeles.
20 Dejaron su rastro:
Es la primera vez que me enamoro de un cuento...
¡Cuando leí los primeros párrafos fue inevitable pensar en El personaje de Ángeles Sánchez! Son unos genios!!!! Hacen lo que quieren con las palabras, lo que quieren... Chapeau!
Saludos admirados!
Un excelente relato, sinceramente.
Muchas veces paso por aquí, pero no siempre comento, sin embargo, cuando leo una historia que no sólo atrapa, sino que se mete por debajo de la piel, no tengo manera de no dejarle un agradecimiento a quien me transportó al hermoso mundo de los cuentos.
Entonces me voy, feliz.
Un abrazo.
HD
Sus palabras, queridos, queridas, me dejan feliz y con cara de payaso.
Besos, pues, a todastodos.
Y gracias payasas. Gracias.
Qué decir...que el Don es suyo que parió estos cuentos. Yo lo leo y lo releo y lo vuelvo a leer. Siempre dejando mis nubes de lágrimas; suba a un barquito y navegue feliz por este mar de aplausos.
Así da gusto morir tan al abrigo de las palabras, las suyas.
Besos anónimos desde mi punto y seguido.
Precioso cuento, Kum*. Como lo he leído un pelín rápido por las interferencias que tengo alrededor me lo he puesto en favoritos para releerlo cuando nadie hable. Me has llevado de párrafo en párrafo a través de tus personajes y no podía soltarlo, porque ...los cuentos que hablan de personas que sienten, que escriben, que nacen, que mueren ...son los que me más me gustan. Y esa dosis de imaginación que le has otorgado lo ha hecho un poco mágico en una mañana de domingo lluviosa.
Creo que....has vuelto a aparecer en el Cienmanos de hoy...bueno, será tu aura que permanece flotando por encima de los cuentos...
;) BESOS de LAURA.
Precioso. Llamarse como quiera, desenredar la realidad las noches sin luna.. es genial, es un sueño, como todo este mundo tuyo cuyos habitantes nos presentas de tal manera que es como si los conociéramos de toda la vida. Creo que esta mañana me crucé con Amador y Amara, aunque se llamaran de otra manera.
saludillos
Qué maravilla... poco más que decir que qué maravilla.
Besos varios a ti y a...
Sencillamente ferpecto. Me enamoran tus "Cuentos de Amador" y estoy deseando que se reúnan todos en un libro para poder ponerlo, junto a los dos o tres más queridos, en mi mesita de noche.
Besos,
Besos a Anonima... mente y a ese payaso que no nos deja decir que no, para disfrutar de la vida. Cuentos llenos de cuentos y de esa magia de las palabras que nos lleva a soñar e imaginar. Precioso enredo este del payaso y Anónima.
Cuando se juntan un payaso orate, literatura sudamericana y un genial escritor, el resultado es Kum*
Mágico.
Besos.
Es un querer dejarlo para cuando esté más tranquila y no poder dejar de empaparme de toda esta gente maravillosa...me encanta que Amara, Adela, Anónima se llame como quiera o de ninguna formar dependiendo del día, me gusta tanto como lo cuentas que dan ganas de volverse letras y entrar en ese paraíso sin tiempo. Mil besos y un beso.
Me revoloteas el estómago.Que dulce y bonito cuento. PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS¡¡¡¡¡¡¡¡ (aplausos)
¿cómo va el ego?
Un besote grande
Oma
Me quito la nariz, Kum*. Precioso cuento, todo en él me ha gustado. Tiene fuerza, transmite sensaciones positivas, pasión por las letras, humor, un lenguaje preciso, es muy bueno.
Me encantaron los detalles con las ovejas, las referencias literarias, los personajes, sus historias.
Felicidades. Gracias por el cuento.
Besos.
Gracias, familia. Ya saben que el mérito no es mío. Yo me limito a despertar con una comezón el el alma, que sólo se me pasa escribiendo.
Besos payasos.
Cuanta imaginación, cuanta palabra perfectamente encajada, un texto logradísimo!
te saludo kum
Sencillamente ferpecto y absolutamente enganchada a los cuentos de Amador, no puedo decir más, porque seguro que no lo diría tan bonito como aquí. Y sí, según leía también pensaba en Ángeles y su personaje.
Besitos
Estimado Kum*, como tenía pensado escribir hoy una entrada y no me entraba nada, me he puesto a nominar bajo el epígrafe Liebster Blog a unos cuantos. Mire usted por donde está usted nominado.
Si usted profesa otro culto distinto del chico Liebster, por inconfesable que sea, me lo dice y ya le bautizo también por donde quiera.
Abrazos
KUM
La belleza de tu alma se refleja en ella y en las demas , besos y un abrazo fortisimo por querer que se pare este rio de lagrimas
en esta ALMA sensible , besos mmmuuuuuuuuaaa
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