martes, 16 de agosto de 2011

Cuentos de Amador.

4. El Pulga.


















 
Tuvo un nombre difícil de recordar, una madre casual y una ausencia irresoluble como figura paterna. Su paso por el mundo fue tan discreto que aún hay en el pueblo quien asegura que nunca existió del todo.

     Nació tan sin hacer ruido y tal fue desde el principio su talante reservado que hicieron falta trece azotes y un pellizco para que emitiera algo así como un balidito de oveja y la comadrona quedara por fin satisfecha. Cuando le preguntaron a su madre cómo se llamaba el niño, ella, reconociendo en el bebé la mirada extraviada del padre, a punto estuvo de contestar que Anselmo. Pero no fue así. Se tragó los remordimientos de su pecado mortal y, mordiéndose la culpa en los labios, marcó al niño de por vida con un nombre fácil de olvidar y apellidos de expósito.

     Al quedar embarazada, Gertrudis había tenido que abandonar con urgencia y para siempre la casa parroquial donde durante años se encargara de calentarle la casa, el caldo y la cama al santísimo Padre Anselmo. Aquella huida le rompió el alma, los anhelos y las ganas de vivir, y aunque siguió respirando, dejándose consumir poco a poco por la carcoma del tiempo, su existencia y sus vacíos adquirieron pronto cierto tufo a cementerio que no la abandonaría hasta el final de sus días.
    
     Sólo una vez se la volvió a ver en el pueblo, cuando cinco años después, en la estación de las lluvias, se bajó del autobús veinte años más vieja con una maletita de cartón colgando de una mano y trayendo de la otra a un chamaco flacuchento y cabezón que llevaba en el estar cierto aire desapercibido. Nadie la reconoció ni reparó en el muchacho. Caminaron bajo el aguacero, arropados por una niebla que los cubría de olvido, hasta llegar a una puerta al final de un callejón donde Gertrudis tocó tres veces dejándose en cada golpe el poco alma que le quedaba. Luego le dijo al chiquillo “espera aquí”, le dio un beso distraído y desapareció para siempre de su vida entre viento, tarde y lluvia. Al abrir la puerta, al Padre Anselmo casi se lo lleva el susto de encontrarse con sus ojos en el rostro de aquel niño que se rascaba embarrado, aquel pajarito mojado que de alguna manera parecía no estar allí. Con el corazón brincándole aún bajo la sotana, le preguntó al chiquillo cómo se llamaba, olvidó su nombre un instante antes de escucharlo y, a empujoncitos, algo así como con asco, le fue metiendo en la casa dejándole en manos de las monjitas que cuidaban a los huérfanos de la última guerra. 

     Aquellos chicos indomables, huérfanos de la vida, le recibieron con un interés morboso y pronto le hicieron blanco de sus bromas de mal gusto y sus golpizas sin cuento. Sólo cuando el muchacho Amador se les plantó delante y les dijo “a partir de ahorita se hacen ustedes a la idea de que este flacucho es mi hermano”, empezaron primero a respetarlo y luego a no verlo cuando lo veían. Poco después, incapaces de recordar su nombre, empezaron a decirle “El Pulga” por su rascarse perenne. Nadie jamás volvió a llamarle por su escurridizo nombre y él mismo terminó por olvidarlo para siempre.

     No se sabe bien qué fue antes, si su desinterés por las cosas de los hombres o su capacidad para entenderse con los animales. El caso es que se aisló de todo poco a poco y acabó pasando los días enredando ensimismado en los corrales entre cerdos, ovejas y gallinas. Allí se sentía seguro. Sólo allí bajaba la guardia y relajaba la tensión que se le ponía en el gesto cuando andaba rodeado de personas. Ni siquiera Amador, que puso todo su entusiasmo en intentar enseñarle a leer y a robar el vino de la sacristía, consiguió sacarle de aquel ostracismo voluntario.

     A base de tiempo y soledades, se fue convirtiendo en un muchacho alto, flaco y despeinado, con un aire entre indiferente y remoto, de palabras pocas y atolondradas, que se despedía inseguro al llegar y saludaba al irse como si estuviera llegando. Una noche se presentó ante el párroco, dándole un susto de muerte con su acercarse de gato y su mirarte de búho.

     -Padre, habría que asegurar las ventanas y recoger el tomate. Mañana tendremos granizo.
     -¡Te he dicho mil veces que no me llames Padre, desgraciado! Si acaso Padre Anselmo y mucho mejor Señor. ¿Y se puede saber de dónde sacas tú esa previsión tan ridícula?
     -Las ovejas me dijeron, Pad… Señor.
     -¿Las ovejas? ¿las ovejas te dijeron? ¡Sal de mi vista, hijo de Satanás, y no vuelvas a interrumpir mis quehaceres con tus tonterías de mono hereje! –y lo echó de allí a empellones con la punta del bastón para evitar el asquito que sentía siempre que lo tocaba. Al día siguiente cayó un pedrisco de espanto que acabó con las cosechas, sacó de sus goznes ventanas y puertas e hizo que el cura odiara un poquito más a aquel mocoso, sangre de su sangre, a quien culpó siempre de la pérdida del pecaminoso amor que aún le quemaba en las entrañas.

 
     -Tiene el don de San Francisco. –decían encantadas las monjitas cuando veían al Pulga hablar con las bestias de la granja, con los perros de la calle que le hacían procesión o con los pájaros que venían a posársele en las manos y en los hombros.
     -Lo que tiene es un retardo de nacimiento. –Las reñía el Padre Anselmo espantándolas a palmadas como a una bandada de palomitas. El cura no soportó nunca la santidad idiota del muchacho ni le perdonó jamás que le recordara constantemente con su presencia incierta el más doloroso de sus pecados.

     El año de la sequía, Lobo, el pastor, vino a contarle al Padre Anselmo que se sentía ya viejo y empezaba a necesitar ayuda para correr a las ovejas o apedrear a los perros. El párroco quiso ver en aquello la ocasión que andaba esperando desde siempre y no la dejó escapar:

     -Llévate al Pulga. Es un poco retrasado, pero se le dan los animales.

     Al Lobo le bastó echarle un vistazo al chico para reconocer en él a un igual. En ese mismo instante decidió dedicar el resto de sus días a enseñar todo lo que sabía a aquel recóndito muchacho y se juró regalarle también todo el amor que no pudo darle al hijo que nunca tuvo.

     Cumplió con aquella promesa al pie de la letra. Le quiso durante dos días. Al tercero, ya de atardecida, cuando cruzaba la plaza de camino a casa, un bloque de hielo del tamaño de un botijo cayó de un cielo azul despejado y aterrizó directamente sobre su boina partiéndole el espinazo por cuatro sitios. Nunca supo nadie explicar de dónde y cómo salió aquel hielazo que acabó tan de repente con la vida del Lobo y asentó al Pulga en lo que fue desde siempre su lugar en el mundo, su destino inequívoco desde el día que nació. El Pulga pasó a ser el pastor del pueblo y lo siguió siendo hasta que murió mucho tiempo después, rodeado de ovejas e intemperie, sentado en su piedra de pensar.

     Con la vida de pastor se hizo aún más invisible. Segundino Meléndez, que le allanaba la vida de vez en cuando, y Amador, que no cejó nunca en su empeño de enseñarlo a leer y le perseguía por los montes con la cartilla en la mano, fueron los únicos que le buscaron de vez en vez por asuntos que no tuvieran que ver con el extravío o la enfermedad de algún animal. Nadie terminó de saber con seguridad si realmente se entendía con las bestias, como se murmuraba en el bar, y a nadie contó él todo lo que las bestias le enseñaron.

     Un miércoles de diciembre, sus ovejas, más tristes que de costumbre, le advirtieron cariacontecidas que no pasaba de hoy. “Te nos mueres esta noche, Pulga”, le balaron haciendo corro y coro a su alrededor. Él se encogió un poco de hombros y, una a una, fue despidiéndose de todo el rebaño llamándolas por su nombre. Luego se sentó tranquilo en su piedra preferida a atardecer con el día y no se levantó más.

     Cuentan que durante una semana las bestias perdieron la noción de las cosas naturales y se podía ver a los búhos volando en los mediodías, a los peces saltando fuera del río y a los lobos en los corrales llorando desconsolados con el rabo entre las piernas. Hay quien dice que vio una vaca trepada  por los tejados mugiendo despavorida y quien jura que sus gallinas pusieron huevos de piedra. Algunos días después, una nube de mariposas azules irrumpió en el pueblo borrando el contorno de las cosas con su aletear sin rumbo, mientras una plaga de moscas verdes y culonas infestó la casa parroquial durante casi un mes. El mes que tardó el Padre Anselmo en llorar a moco tendido al hijo al que nunca quiso y a la amante adolescente a la que echó de su lado para esconder el mejor de sus pecados. El único por amor. Su pecado mortal.

17 Dejaron su rastro:

Susana Pérez

Qué lindo...

Besitos

Malena

Ay, qué lindo.
Cómo extrañaba a Amador.

Y qué difícil pensar que el amor pueda ser un pecado mortal.

montse

Duele y todo, Kum. Literalmente.

Unknown

Qué precioso cuento, Kum*. Dueño de una profundidad poética insondabe.

Te has hecho esperar pero ha valido la pena (siempre supe cuánto valdría)

Un beso enorme

Dany

Pobre chico con ese abandono temprano. Que sabran de pecados.......
Abrazo!

Anita Dinamita

No veo la tristeza sino el que cada quien en este cuento está donde tiene que estar. Y El Pulga ahora se quedó en nuestros corazones, junto a los animales que tenemos todos dentro.
Un abrazo grandeeeeeee

Anita Dinamita

Por cierto, espero con ganas la saga de personajes! Esto se está poniendo más que interesante.
Otro abrazo

Kum*

Gracias, Su. Tú si que eres linda.

El amor nunca es un pecado, Malena. Es decir... ¿qué lo es? El pecado lo inventaron ellos hace ya más de 2000 años para pudrirnos la vida. Va siendo horita de mandar ese concepto a la chingada. Digo yo. Y Amador.

Tal vez porque es real, Montse. Y lo siguen haciendo.

Gracias, Patricia. A veces uno vuelve inspirado de la muerte.

Sólo ellos saben, Dany. Ellos lo inventaron. Un gustito verte por aquí otra vez.

Lo siento, Anita, es Amador, que no se me sale de dentro :)

Gracias a todastodos por pasar, por leer, por dejar vuestra huella.

Besos animales.

Puck

Tienes un no sé qué en las palabras, en el modo de contar las historias que suenan a cuento junto a la hoguera y que consigue que tus personajes sean no solo reales, creíbles, sino queribles, que es lo más importante. Precioso.
Saludillos

Humberto Dib

Concuerdo con Puck, además de la historia magnífica, hay algo en la forma de contarla que me acerca al fuego y a los amigos escuchando atentamente al narrador.
Un cariño.
HD

Ángeles Sánchez

Creo que Puck lo ha dicho muy bien, tus cuentos saben a hoguera, a confidencia, a no sé qué.

Yo, en realidad venía a leer el siguiente, pero ha desaparecido...


Besos

Sara Nieto

Buff, me has puesto el vello de punta. Precioso relato, Kum* como siempre. Espero impaciente la historia que los hilvane a todos.

Besitos

Octavius Bot

Un fuerte abrazo

Octavius Bot

Mon

Qué regusto tan entrañable...y qué ganas de seguir conociendo la vida de todos esos seres que te habitan guapo Kum*. Qué buen recibimiento para la vuelta de las vacaciones, todo un regalo...Gracias!!! Besos y un gran achuchón.

impresiones de una tortuga

Típico de la España profunda, Kun*.
Me ha gustado mucho.
Un saludo.

Kum*

...España?

Nicolás Jarque

Kum* me ha gustado mucho este relato, que si me lo permites me ha parecido integrante del realismo mágico. He ido viajando a través de tus palabras y con las imágenes que representaban.
Un gran relato.

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