—Hay alguien flotando en la plaza.
Con esa cantinela entró Sandalio, el vagabundo de la sonrisa triste, en la taberna de Bienvenido cuando aún no empezaba el día. Aquella mañana todo parecía a medio hacer, como si el mundo no terminara de despertar. Las aves nocturnas volaban desconcertadas en un alba detenido mientras la niebla temprana se fundía con las primeras sombras de la tarde anterior. Las flores quedaron a medio abrir en los jardines y los gallos se miraban inquietos sin decidirse a cantarle a un día que no llegaba. El Pulga, en los prados del norte, se afanaba en despabilar a sus ovejas que, por primera vez desde siempre, acudían con retraso a su encuentro.
Hacía muchos años que en la aldea no pasaban ya esas cosas de cuento. Desde la llegada del Padre Anselmo se había instaurado en el lugar una normalidad ordinaria a golpe de sermón y procesiones. Sin embargo, aquel día parecía como si alguien se hubiera olvidado de darle cuerda al reloj. Los vecinos se atuvieron a sus horarios refugiándose en sus quehaceres cotidianos. Perplejos, hacían como que no pasaba nada, pero cundía cierta congoja. El pueblo parecía contener la respiración esperando algún acontecer y la gente llevaba el paso como cambiado, torpe, valdría decir tardío.
Bienvenido dejó de pulir las copas súbitamente y con un movimiento inconsciente de su muñeca se colgó el trapo en el hombro:
—¿Cómo has dicho, Sandalio?
—Hay alguien flotando en la plaza —repitió indiferente el muchacho mientras buscaba un fósforo en sus bolsillos.