Entró en la sala dispuesto a dar el último masaje de la jornada. Como siempre, el incienso, las velas, la luz tenue y la música, incitaban a la calma, al sosiego y la interiorización.
La mujer le esperaba ya tendida en la camilla, cubierta con una toalla. La observó un instante, recordando: Sara, masaje relajante. Se aproximó despacio y, suavemente, posó las manos sobre su espalda. Sintió cómo ella se removía perezosamente, sólo un poco, acomodándose, y cómo suspiraba profundo, aflojando el cuerpo. Cerró los ojos y esperó a que las respiraciones de ambos se acompasaran.
Al retirar la toalla algo llamó su atención. La piel de la mujer aparecía surcada de finas líneas, en todas direcciones, a lo largo de la espalda, las piernas… de todo el cuerpo. Se acercó un poco más, con precaución, para dilucidar la naturaleza de aquellas filigranas. Eran letras, frases… que iban formando un texto, una suerte de relato. Sin interrumpir el contacto de sus manos con la piel, buscó curioso el comienzo de la historia. A la altura de los omóplatos halló el título:
“Mi vida y otros secretos”.
Sus ojos y sus manos se hicieron entonces prójimos. Mientras unos leían devorando el texto, las otras amasaban, suave pero firmemente, aquella piel hecha para ser tocada. Se dejó atrapar por un relato que avanzaba hacia la adolescencia apuntando ya algo difuso,… un misterio, algo inefable, a la vez que sus manos bajaban hacia las caderas.
En las nalgas, un paréntesis. Un párrafo indescifrable que hizo el suspense más intenso y el contacto más profundo.
A lo largo de las piernas, de arriba abajo y viceversa, sinuosamente, la historia dibujaba una madurez prematura, llena de sucesos, fracasos y éxitos, una vida aventurera, valiente y plena, que giraba siempre en torno a una maldición sin desvelar.
En los talones encontró un salto de página… hasta el cuello, y allí, en la nuca, una nota del autor:
“Por favor, sigue leyendo”.
Con el aliento en vilo y la voz en un susurro invitó a la mujer a darse la vuelta.
Al verle la cara sintió un sobresalto. Aquel rostro desconocido le resultaba dolorosamente familiar. Podía reconocer en él a todas las mujeres a las que había amado. De alguna manera estaban ahí, no como un parecido leve sino como una aparición. Los ojos de ella estaban abiertos, inmóviles, fijos en las sombras del techo. Ansioso por seguir leyendo, inquieto, los tapó suavemente con un pañuelo de seda. Sus miradas se encontraron… sólo un instante pleno de confidencias, de complicidades.
Retomó el relato en los empeines y, de nuevo, subiendo y bajando por las piernas se sumergió en él dejándose llevar por aquella crónica tan ajena como irremediablemente prójima. Sintió espuma en los huesos y la necesidad visceral de desvelar el misterio.
En las plantas de los pies se deleitó con el tacto, con el intercambio de historias y sensaciones nítidas, calientes. En los dedos, una llamada en forma de asterisco le condujo hasta las clavículas.
Allí la historia se precipitaba hacia el final haciendo la tensión insoportable mientras sus manos subían y bajaban por los senos. Comenzaron a formarse en su mente imágenes de sucesos que no había vivido, recuerdos de lugares que nunca conoció y cuando se aproximaba a la espiral que las líneas formaban en torno al ombligo, sintió vértigo, miedos forasteros que nunca antes había enfrentado.
En el vientre, a punto de desvelarse por fin el misterio,… una advertencia:
“Aquel que conoce mi secreto no puede seguir viviendo”.
Inmóvil, contuvo el aliento sintiendo un latir en sus sienes. Ella separó súbitamente los labios y exhaló despacio emitiendo un tenue suspiro.
Dudó aún un instante… sólo un instante eterno.
Nunca, nadie, volvió a saber de él.